Una batalla tras otra, con Leonardo DiCaprio, es una pieza maestra del cine porque, como suele pasar con las obras maestras, sabe leer el zeitgeist o espíritu de los tiempos. Sátira feroz al fascismo, al socavamiento de los derechos básicos, a la fatiga de la revolución, en fin, todo lo que importa hoy y ahora metido en una mezcla perfecta, gentileza de Paul Thomas Anderson.
Por Ernesto Garratt
Sátira de todo, pero menos de la paternidad y el inafectable vínculo padre-hija que desarrollan Leonardo DiCaprio y Chase Infiniti.
Aunque es una crítica al Imperio y al sueño americano, todas sus ramificaciones tienen eco en la realidad actual chilena, copia feliz de ese jardín que en ningún caso es el del Edén.

La película se desarrolla en un tiempo que podría ser hoy o hace 16 años. Antes de ser padre o después de criar a una niña de 16 años. No se nota el paso de los años porque las cosas cambian para que queden exactamente iguales: campos de prisiones para inmigrantes tanto antes como ahora, en el presente.
Nada cambia porque es el mismo escenario y además es siempre la misma batalla: los gestos rebeldes desde las esquinas de, por ejemplo, la antisistema Perfidia Berverlly Hills (Teyana Taylor convertida en una huracanada fuerza de la naturaleza), golpes al sistema que no logran ni mover ni remecer la brutal aplicación del poder pese a su inclaudicable lucha.
Y este poder autoritario es orquestado en la película desde las sombras por los señores supremacistas blancos autoproclamados Los Aventureros de la Navidad: un temible club de neonazis millonarios que desprecia la pigmentación oscura en la piel de otros, y al igual que los neonazis en Chile, son parte del tejemaneje económico, político, religioso y social.
Son los señor Burns. Los patrones. Los Trump lovers, los MAGA chilenos.
Y cómo no mencionar a Sean Penn, brillante como siempre, esta vez en el rol del coronel LockJaw, un militar arribista que lo único que quiere es ser parte de Los Aventureros de la Navidad… aunque carece de cuna, conexiones y millones. ¿Facho pobre? No usaría ese término tan despectivo.
Lo único que tiene el personaje de Sean Penn para aportar a ese grupo es su blancura, ser ario y lo único que le piden para ser parte del club es, justamente, conservar su blancura y que nunca se haya mezclado con alguien de piel oscura.
Pero él se mezcló con Perfidia Berverlly Hills y debe borrar a contrarreloj y a como dé lugar esa mancha de su pasado.
Llena de un mágico y latinoamericano absurdo, mucho idioma español, chistes brillantes y ethos mexicano, especialmente durante la secuencia de un estallido social, la película crece y toca techo cuando aparece el sensei Benicio del Toro, instructor mexicano de artes marciales en bata y sandalias y cuya calma y cabeza fría frente al acoso militar se mantienen porque siempre ha sido así: resistir, él y los suyos. Mantenerse en pie debajo de las ondulantes olas del mar. Desde siempre.
El sensei y los suyos son los marginales, los latinos, los pobres. Los indocumentados. Ellos son los que encerraron antes, hace 16 años; son los que encierran ahora, bajo la persecución de ICE, y son los que van a encerrar mañana. Todo cambia para que todo quede igual. El tiempo corre para que sigamos en el mismo punto, congelados en la desigualdad eterna.
Por eso no es gratuita la pregunta del servicio al cliente de la línea revolucionaria al que llama DiCaprio. Sí, un call center copypaste del brutal capitalismo al que llama DiCaprio para recordar el plan de emergencia que el extremo consumo durante años de drogas y el alcohol le ha hecho olvidar.
Por eso la pregunta clave es:
-What time is it? (Qué hora es, pero más literalmente: qué es el tiempo)
Y la frase clave que se le ha olvidado a DiCaprio es una bofetada de realidad:
-El tiempo no existe, es una ilusión y nos tiene prisioneros.
Por Ernesto Garrat
El Ciudadano